Oficio de tontos

Tontos son los creen, los que crean, los que buscan el temblor de una palabra, los que se ríen de su sombra, los que se enamoran por nada, los que pierden pero no se pierden, los que se enorgullecen de sus amigos, los que no eligen el camino fácil, los que siempre están ahí, los que piensan que el mundo no está perdido todavía... Bienaventurados los tontos, porque de ellos será el reino de la literatura.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Soneto que un padre de mellizos cuelga en la entrada de su casa durante las vacaciones de Navidad

 
¿Cómo criar dos peques a la vez?
Cariño y paciencia, mucha paciencia,
ojeras y aprender de la experiencia
¡y currar no por dos sino por diez!

Por tal rogamos, en tono amigable,
que en estas vacaciones navideñas,
si quieres ver nuestras caras risueñas,
¡no vengas de visita y echa un cable!

Entrad, amigos, y sed bienvenidos,
os acogemos con el corazón.
Cualquier presente es bien recibido

¡sobre todo el marisco y el jamón!
¡Que el dos mil catorce nos traiga amor!
¡Entrad y cerrad, que se va el calor!



viernes, 13 de diciembre de 2013

Regalo de cumpleaños

Siempre señorita, nunca señora,
nunca te querré menos de la cuenta,
auque desde hoy, desde ya, desde ahora
me cantes cada día las cuarenta.

viernes, 25 de octubre de 2013

El otoño del patriarca

Artículo publicado en la revista Culturamas.   

Mi vida, como tantas otras, está llena de novelas y resulta penoso elegir una sola de esa biblioteca en la que vamos guardando nuestras experiencias, nuestras pasiones y nuestros recuerdos. Cada lector podría hilvanar su biografía en la hilera de relatos que lo han marcado. Cervantes nos enseñó que los personajes de una novela se convierten siempre en otra cosa con el discurrir de las páginas, como la vida misma. Nunca nos bañamos dos veces en el mismo libro, que diría Heráclito. Nosotros, en cierta forma, somos personajes de nuestras lecturas y aquellas obras que nos marcan son, precisamente, las que nos han convertido en otra persona al acabar sus páginas.
Identifico esa experiencia con una emoción muy íntima de cuando era adolescente: el deseo de regresar a casa para continuar leyendo una novela, y esa sensación noctámbula de no poder  abandonar la lectura pese al sueño...
Es cierto que esa fascinación es propia de la edad de la inocencia en la que descubrimos el mundo, como el hielo de Macondo, y que según nos adentramos en la madurez nos desposeemos de la magia de la lectura y su capacidad para hacernos mejores. Por qué los adultos descreen de las novelas… ésa es una pregunta que deberíamos hacernos.
La ficción, de alguna forma, es territorio de la juventud. Recuerdo con fascinación dos novelas juveniles Momo y La historia interminable, y me recuerdo leyéndolas abrumado y admirado por la fantasía perturbadora de Michael Ende, que te toca en las fibras de lo humano con una infinita ternura.
Añado a la lista, años más tarde, Cien años de soledad, Rayuela, Juan Rulfo, La insoportable levedad del ser, Tiempo de silencio, La colmena… y buen ramillete de lecturas, entre granos y libros de instituto, para descubrir que el mundo (no sé si por este orden) es un lugar complejo y fascinante. Después estudié filología y vinieron El Lazarillo y El Quijote, novelas a las que acudo recurrentemente y sin las que nunca me hubiese hecho escritor.
Más si, a pesar de lo dicho, he de quedarme con un título ése es El otoño del patriarca. Novela de Gabriel García Márquez enterrada seguramente por el éxito y la calidad de su extensa obra. Si Gabo no hubiese escrito El amor en los tiempos del cólera, o Cien años de soledad, o El coronel no tiene quien le escriba… tal vez otro gallo le hubiera cantado a esta novela. 



Si intentamos hacer una sinopsis de la novela —misión imposible—, enseguida nos damos cuenta de que su singularidad es, al mismo tiempo, la fuente de su encanto y también el motivo por el que no se halla entre las obras más célebres del colombiano. El otoño del patriarca narra, en clave poética, la vida de un dictador caribeño: sus conspiraciones, sus amores, sus miserias, su desnuda y cruel humanidad. Pero García Márquez huye de una narración convencional (planteamiento, nudo y desenlace, que diría el escritor frustrado de La colmena) y nos sitúa, desde la primera frase, en un universo lírico que atraviesa el tiempo y nos asoma, con la música de las palabras, a la inmensa soledad de la existencia.
Estamos ante una novela musical, con una sintaxis laberíntica de oraciones interminables que se derraban de página a página y que, sin embargo, es la única capaz de crear la atmósfera de ensoñación, subjetivismo y melancolía que envuelven al dictador.
Márquez desnuda a un personaje despreciable pero también humano (esto es, digno de conmiseración) y lo hace, antes que con el relato de su vida, con el ritmo de una prosa poética capaz de llegar hasta el último recoveco del alma. Los episodios pasan ante nosotros como en un sueño, en un tiempo mítico sin principio ni fin, impregnados de irrealidad y engarzados por secretos pasadizos que conducen siempre a la misma soledad.
García Márquez nos enseña, con maestría, que la forma es contenido y que los géneros son corsés, a veces hasta ridículos, donde empaquetamos las grandes obras. Aunque de esto te das cuenta después, cuando te haces escritor y filólogo (tampoco sé en qué orden). De entonces, cuando leí la novela por vez primera, me recuerdo embelesado, saboreando los adjetivos y las subordinadas interminables sin dejar de pensar: “qué hermoso es esto”. Tal vez era lo que Theodor Adorno definía como el escalofrío de la belleza.
La búsqueda (a veces frustrante) de aquella experiencia estética, de aquel placer, es la que me convirtió en un lector contumaz y un escritor en ciernes. Veinticinco años después aún busco en mis textos, no sé si en vano, ese fulgor de belleza que me dejó El otoño del patriarca. Fíjense si me marcó.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Contra la gratuidad del libro de texto


Todos los años por estas fechas, de forma recurrente, se inician campañas bienintencionadas de apoyo al intercambio de libros de texto, como si éste fuese un gasto innecesario, casi inmoral, que es preciso erradicar de las economías domésticas. Este año ha sido el PSOE el que ha ofrecido sus Casas del pueblo para tan noble iniciativa. Las televisiones se suman al festín y ofrecen estos días su cobertura mediática, y todo el mundo asiente desde su sofá, con la conciencia tranquila, cuando emiten la noticia de que una asociación de madres y padres de aquí o allá organiza el reciclado de libros de cursos pasados.
En el fondo subyace la idea, tan perversa como arraigada, de que el libro de texto es un material caro, obligado y abusivo, contra el que es necesario una rebelión ciudadana. Las editoriales, en esta simplona visión del mundo, representan lo peor del capitalismo salvaje: despiadadas organizaciones sin escrúpulos que imponen cambios innecesarios en los materiales para aumentar cada año sus ventas y que buscan, con la coartada de la educación, el lucro a costa de los indefensos padres de familia. El agravio se consuma y las ideas se consolidan cuando cada padre, llegado septiembre, debe abonar una media de 200 euros por hijo en material educativo. ¡Y sin financiación, como un móvil o unas vacaciones!
Con prejuicios tan enquistados se hace muy difícil defender al libro de texto. Pero esta realidad puede verse desde ángulos bien diferentes. Un servidor lleva ocho años trabajando de editor de materiales educativos y otros tantos en la educación. Conozco de primera mano las cuantiosas inversiones que las editoriales han hecho y hacen para renovar sus materiales y mejorar la calidad de la enseñanza: hablo de libros de texto digitales, de investigación en innovaciones pedagógicas (aportaciones de las neurociencias a enseñanza, aplicación de rutinas de pensamiento, aprendizaje basado en problemas, aprendizaje por competencias…), y equipos numerosos de especialistas, pedagogos, asesores, correctores... ¿Quién sabe que la producción de un libro de texto puede superar los 100.000 euros?
Sí, la realidad es que el libro de texto es un material caro, sensible, con un complicado y costoso sistema de producción, en el que intervienen miles de profesionales de la enseñanza y de la edición (que da de comer a muchas familias: libreros, comerciales, distribuidores…) y que pretende llegar a ese terreno de la innovación educativa que el sector público ni puede ni quiere asumir.
Todo esto, claro, con España en un lugar sonrojante en los informes de la OCDE, con un 20% de alumnos incompententes en comprensión lectora o matemáticas y ciencias, y con unas tasas de abandono escolar en torno al 25%...
Sí, la realidad puede ser otra bien distinta. Por ejemplo, que las editoriales han invertido ingentes cantidades en libros digitales que no obtendrán retorno porque la administración ha frenado la digitalización de las aulas por falta de recursos. Por no decir que hay comunidades autónomas que, en la demonización del libro de texto, han implantado sistemas de gratuidad que han depreciado el valor de los libros y han minado al sector editorial y llevado a la ruina y al cierre a muchas editoriales educativas. Sistema de gratuidad, dicho sea de paso, que cercenan la relación que el niño establece con los libros (pues lo convierte prácticamente en un producto desechable, de usar y devolver) y, en el caso de los libros de ficción, menoscaba ese anhelo y ese derecho por el que suspiraban los intelectuales ilustrados: que cada persona pudiese crear su biblioteca personal.
Si a este cúmulo de adversidades se le suma la crisis y la inevitable reducción del gasto en las familias nos queda un panorama desolador y un sector tocado del ala. 
Tal vez sea preciso recordar obviedades: la editoriales persiguen un legítimo beneficio empresarial, pero en su naturaleza y finalidad está la mejora de la calidad de enseñanza, un objetivo que no merecería ese generalizado desprecio social. El libro de texto es cultura, en su senido cabal, y este es el mensaje que no consigue llegar a la sociedad. Nadie ve las editoriales educativas como I+D.
Admitamos que reciclar libros de texto es bueno y que supone un ahorro para las familias, pero llevemos este argumento hasta el límite y valoremos hasta qué punto las buenas intenciones pueden tener consecuencias negativas: intercambiemos ropa hasta que cierren las tiendas de Zara, viajemos a la casa del pueblo de los abuelos y hundamos el turismo, comamos en el trabajo y acabemos con la hostelería, usemos el teléfono fijo y no el móvil, cambiemos las películas de vídeo y dejemos de ir al cine y al teatro… En fin, creemos una idílica sociedad de trueque y de buenos salvajes y condenemos el consumo como causa de todos los males.
¡Mira que hay cosas en las que ahorrar antes que en la cultura y la educación! Nadie se escandaliza (al menos no se organizan campañas en contra) por el precio de un abono de fútbol, ni por las facturas del móvil ni el coste de un terminal, ni por el precio de la ropa de marca (ésa que llevan los chicos cuyas familias recelan en comprar libros), ni por la suscripción a una televisión de pago, ni por el plazo de un coche, ni por la cuenta de una cena en un restaurante… No, lo caro, lo inmoral y abusivo es el precio de los libros de texto que pretenden ayudar a que cada hijo de vecino sea un ciudadano formado, crítico y competente.
Mientras ésa sea nuestra escala de valores no es de extrañar que estemos en el furgón de cola de los informes PISA sobre calidad educativa y que el libro de texto sea, cada vez que se inicia la cacería del nuevo curso, una pieza para abatir a la que se apuntan, sin pensarlo dos veces, todos los ciudadanos de buena fe.

martes, 27 de agosto de 2013

Para qué —preguntas—, amigo Sancho

¿Para qué...? para llamar vino al vino,
para mirar a pecho descubierto,
para ser el dueño de tu destino,
para mudar el error en acierto.

Para negar mil veces la evidencia
de mentiras mil veces repetidas,
para blandir con rabia la conciencia
y abrir a machetazos las salidas.

Y para qué, preguntas, Sancho amigo,
para robar a los dioses el fuego,
para ser sin el estorbo del ego

y que un crimen no quede sin castigo...
Para que salga el sol cada mañana
y el amor no salte por la ventana.

martes, 11 de junio de 2013

Desahuciados, crónicas de la crisis

Desahuciados. 
Crónicas de la crisis.
Selección a cargo de Rafael Caumel y José Antonio López.
Ediciones Traspiés. Granada, 2013.

La editorial Traspiés, en su colección Vagamundos, reúne un centenar de microrrelatos e ilustraciones que ofrecen una visón de la crisis desde la literatura. Desahuciados. Crónicas de la crisis, lleva por título esta peculiar edición, cuyos beneficios irán destinados a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca.
Escritores como los de Ángel Olgoso, Care Santos o José Antonio Masoliver, o este humilde escribidor, ofrecen una visión conjunto y poliédrica de la crisis, que van desde la desolación a la la rebeldía, el humor, la denuncia...
Decía García Márquez que el escritor tiene un compromiso que va más allá de la política, un compromiso con la realidad. Por eso esta colección no cae en la fácil tentación del panfleto, y aborda la crisis desde la sensibilidad que permite la literatura. Buena literatura para tiempos poco líricos.

martes, 23 de abril de 2013

En el día del libro

 

No hay libro que no contenga algo bueno.

Las penas, con un buen libro, son menos.

viernes, 19 de abril de 2013

Hidalgus, un videojuego ambientado en el Siglo de Oro

Como una vez me recomendó mi amigo Paco Robles, releo el Lazarillo de Tormes una vez al año. En el Lazarillo están los rudimentos básicos para entender el carácter español (¡y la actual crisis!). En  nuestro Siglo de Oro se forja lo mejor y lo peor del español: la picaresca, deliciosa literatura que denuncia la quiebra moral del individuo que aprende a mentir en beneficio propio y que concibe la prosperidad como un camino de tretas y engaños.
Enamorado de el Lazarillo y del Quijote, se me puso a tiro, de la mano de Estebán Lorenzo y Rosa Samper, un hermoso proyecto que acaba de ver la luz: Hidalgus, las aventuras de Martín Quesada, un videojuego de rol, para tabletas, ambientado en el siglo XVII. Tecnología y entretenimiento, al servicio de la mejor tradición literaria (o viceversa). ¡Quién le hace ascos a este dulce!
Lo interesante de este proyecto, ya realidad, es que la parte narrativa, al contrario de lo que suele ser tendencia en el mundo de los videojuegos, no se planteaba como una excusa sino como uno de los elementos principales. En cierta forma, Hidalgus es una novela, contada con los rudimentos de los videojuegos y subordinada también a sus exigencias técnicas y recursos. Pero es una historia, y contiene todos los elementos de una novela, narrados gráficamente. Además están diálogos, para dar humor a la historia y ambientar la historia en la época. Pero es una historia.
Las primeras críticas del juego (Applesfera, Papel en blanco, Ipadizate...), por fortuna, resaltan la calidad de la historia. Narrativa y videojuegos: interesante binomio...


miércoles, 13 de marzo de 2013

Bubok, la inflación literaria y el papel de las editoriales

Se publica mucho, aunque la sensación de los autores sea justamente la contraria. Unos 80.000 al año sólo en España, según Wikipedia. La lista de libros editados cualquier año daría para rellenar una biblioteca de Alejandría. Los sellos de autoedición, los blogs o las nuevas plataformas digitales de autoedición han derribado los tradicionales obstáculos entre el autor y la edición de su obra. Baste de ejemplo la conocida web Bubok, cuya publicidad invita, sin trampas ni cartón, a la publicación de un libro sin coste alguno para el autor.
En suma, la democratización (rasante) de Internet han banalizado la edición hasta tal punto de que "cualquiera" (sin la menor carga peyoratia) puede editar un libro. Y probablemente está bien que así sea o, cuando menos, lo contrario resulta más atroz.
Sin embargo, el problema sigue siendo el mismo, aunque se sitúe en otro plano. La dificultad ahora de los autores desconocidos no es publicar sino tener lectores, que viene a ser lo mismo. Publicar un libro, como se ve, es fácil, pero tener lectores (que además compren la obra), es otro cantar.
En mi opinión, la gratuidad de la edición (como todo lo gratuito) genera, sin quererlo, un panorama más inquietante y desolador. Internet da voz a quien no la tiene y medios de difusión a quienes ni siquiera aspiraban a ello, pero, también sea dicho, genera mucho ruido. ¿Quién se atreve a poner en duda la calidad de esta esa ingente producción de libros noveles que circulan por la red sin parecer un nazi cultural? Tal vez ya se encarga de hacer la selección natural la indiferencia general y el olvido que está reservada a la mayoría de lo que se publica. No se olvide que el caso de las obras que triunfan sin medios, por el raro azar de la red, son la excepción: son el espermatozoide que llegó al óvulo del éxito sin que sepa bien cómo. Lo normal es el fracaso, los millones que se quedaron en el camino.
Está bien, aceptemos que todo tiene su espacio y que el mundo editorial comercial convive sin estridencias con esta nueva forma de edición, pero ¿quién se pone en el lugar del lector?
El lector, por más que nos rasguemos las vestiduras, necesita referencias, pautas de lo que merece la pena de ser leído. No es una cuestión de incapacidad crítica ni intelectual, sino de falta material de tiempo.
Esa función históricamente ha sido ejercida por académicos y críticos, que dictaban el canon literario de cada época. Profesionales, al fin y al cabo. En la actualidad ese papel lo ejercen o ejercían las editoriales y los editores. Las editoriales -está en su naturaleza- determinan qué merece ser publicado y qué no. Y esa labor de númerus clausus orienta al lector (¡también consumidor!) en el proceloso mar de la inflación literaria. Por qué esa labor de asesoría (¿no es eso en el fondo?) está tan mal vista es, para mí, un misterio.
Las editoriales son expertas que despejan (¡con evidentes errores!) el grano de la paja. Aunque, claro, queda mucho mejor decir que todo el mundo publique cuanto quiera y lo que quiera. Yo no lo voy a censurar. Pero cualquiera que haya publicado algunas obras en diferentes editoriales sabe que sin ese ramillete de fracasos y de negativas, de puertas cerradas y decepciones, de proyectos en el cajón de espera, es imposible mejorar como autor. No hay escritor que no se haya forjado en la lucha casi prometética por publicar.Y como en la edución de los niños, alguien tiene que decirte que no (ser editor es, básicamente, decir que no).
Lo otro (la cultura del gratis total y todo sin esfuerzo) se parece más a la satisfacción del ego que a la búsqueda de la expresión literaria y la comunicación con el lector.



jueves, 14 de febrero de 2013

Un soneto para Lucía

 
Mientras me enredo buscando un babero,
tiro un pañal, caliento biberones,
mientras tiendo mal otros pantalones…
he pensado tres veces que te quiero.

Mientras pierdo pelo y gano trasero,
y ya no resisto comparaciones,
mientras quedan chicos mis cinturones…
he pensado tres veces que te quiero.

Que te quiero tres veces he pensado,
mas pensar no sirve si no lo dices…
Lo diré el día del enamorado:

gracias por estos años tan felices,
por cuidarme, por guardar mis secretos,
¡te quiero… y te lo digo en un soneto!

domingo, 6 de enero de 2013

Embajadores de la novela

Más de cien personas eligieron la presentación de El sombrero de las ideas descabelladas el pasado 21 de diciembre para despedir el mundo, lo cual no está mal para vivir en una era de decadencia cultural. El acto, a decir de un interesado, estuvo muy concurrido y fue una sorpresa muy agradable contar con un público muy entregado, que hizo suya la novela y se lanzó a comprarla con afán apocalíptico.
En el fondo, todo escritor busca lectores, pero una novela no puede tener éxito si esos lectores no se convierten en embajadores de la obra y la pregonan y la recomiendan a los cuatro vientos. Esa sensación tuve la otra noche en Alcalá, en la galería El Mirador, con los 70 libros que firmamos Manuel Domínguez Guerra y yo, que un montón de buenos lectores nos cogían el testigo y le daban vida a la novela. Algo parecido me ha ocurrido también leyendo algunas críticas que ya viajan por la red como la de Sara Roma, y sus amables comentarios en Literaria Comunicación.

Una novela carece de sentido sin lectores, pero corre el riesgo de caer en el cementerio de libros olvidados de Zafón si esos lectores no se convierten en embajadores de una causa que no es otra sino la propia literatura.