Oficio de tontos

Tontos son los creen, los que crean, los que buscan el temblor de una palabra, los que se ríen de su sombra, los que se enamoran por nada, los que pierden pero no se pierden, los que se enorgullecen de sus amigos, los que no eligen el camino fácil, los que siempre están ahí, los que piensan que el mundo no está perdido todavía... Bienaventurados los tontos, porque de ellos será el reino de la literatura.

Miedo me da

Prólogo 

Yo no tenía miedo, ni siquiera miedo de tener miedo, 
ni siquiera miedo de tener miedo de tener miedo, 
a la infinita manera de los eleatas, pero cuando 
la portezuela se abrió y tuve que bajar, casi me caí.
Jorge Luis Borges, Los conjurados.


Hace más de dos siglos llega a oídos de la dulce y cautivadora Clara que su querido Natanael sufre un terrible tormento interior. Por puro azar ha reconocido en un vendedor ambulante de barómetros a la persona de Coppelius, el abominable "hombre de la arena", el ser malvado que acecha a los niños que no quieren ir a la cama, les arroja arena a los ojos para paralizarlos, los mete en su saca de tela y los lleva a algún territorio oculto de la luna donde anidan sus crías hambrientas. Estas pequeñas alimañas, voraces e indolentes, hurgarán pacientemente con sus picos curvos y sin compasión en la cuenca de los ojos de sus díscolas víctimas. Como quiera que Clara no puede asumir esta horrible visión, cree a su amigo poseído por un espíritu maligno y se propone romper el embrujo del único modo romántico posible: profiriendo en un  paroxismo satánico las más estridentes y heladoras carcajadas nunca oídas.
Esta historia recogida por Hoffmann encierra una inquietante paradoja que debe merecernos no poca atención  ¿por qué es precisamente la compulsión de hilaridad de Clara la que habría de salvarnos de aquellas garras más feroces que la muerte, más lacerantes que el dolor mismo, que son la tenebrosa y penetrante sombra del miedo, aquella vaporosa mancha instalada en lo más profundo de nosotros mismos y que nos alcanza sin remisión desde las más lóbregas regiones prohibidas del alma?
La respuesta a esta pregunta es la que me anima a dirigirme a ti, lector, y a quedarte avisado de la gravedad de los relatos que tienes entre tus manos.  Después de esta advertencia podré, al fin, descansar. Ahora que la historia de Clara y Natanael ya parecía dormitar en nuestra memoria como si fueran pálidos reflejos inocentes de cuentos inventados por una mente febril para el deleite de los jóvenes, dos insensatos sevillanos, un cronista de historias asombrosas y su retratista cómplice, han vuelto a desafiar las normas más elementales de la cordura y se han propuesto reavivar en nuevas historias la sinuosa faz de aquellos viejos espectros.


Créeme, querido lector, que bajo la apariencia inocente de un libro de narraciones juveniles, lo que en realidad tienes ante ti es una invitación a participar en un viaje arriesgado, del que posiblemente no haya retorno. Recuerda que el miedo no envejece porque es cambiante y astuto. Si no se le inquieta, no incomoda. Duerme plácidamente en el fondo abisal del alma hasta que la llamada del insensato le devuelve a la superficie del proceloso mar. Como la invocación de Atenea a las dos serpientes gigantes de las profundidades de las aguas de Troya, que atenazaron en un clamor de espanto la garganta de Laoconte mientras contemplaba la dolorosa muerte de sus hijos, las dementes crónicas mínimas de Francés y Molina han conjurado nuevos resortes de ese personaje dormido y le ha permitido madurar a través de los siglos, instalándose esta vez en moradas más íntimas, sutiles y cercanas. Debajo de cada línea sentiremos su voz, el calor de su aliento, su olor agrio y pesado. Coppelius ya estará dentro de nosotros mismos.
Si lo que antecede no te ha hecho desistir de la lectura de esta obra y enviar sus páginas al fuego del olvido, debes imponerte, cuanto menos, obrar con cautela. No todo está perdido en esta difícil singladura hacia el espanto, lector atrevido. Como experimentados paisajistas de los espacios de la maravilla y del asombro, los autores de las páginas que siguen han dejado transitables delicadas pasarelas para que la horripilante visión de nosotros mismos que cada historia nos procura no nos atrape en ella para siempre. Esos caminos angostos y precarios no siempre son visibles y se esconden aquí detrás de una mata, allá bajo un promontorio o sobre la ladera de una escarpada montaña, para reaparecer de nuevo como un puente de tablillas que atraviesa un caudaloso arroyo. Por eso, cuando ya no encuentres salida, cuando no puedas parar de pensar en aquella mano gélida y anónima que se apoya sobre tu hombro, cuando ya no puedas soportar más la mirada censora de tu muñeca Carla, desde lo alto de la vitrina, cuando, en fin, osado lector, el acento germánico de tu perro invitándote a abandonar la casa te parezca llegado a un límite, no olvides la receta de Clara, de la crónica de Hoffmann, y da rienda suelta a una potente y conjuradora carcajada.

Víctor Borrero Zapata (Universidad de Sevilla)
Prólogo de Miedo me da, 78 relatos de humor y espanto.




Algunos relatos de Miedo me da
Ilustraciones de  José Luis Molina 





PECADOS


Cuando acabé de confesarme, la iglesia estaba totalmente vacía y el portón cerrado. Llamé al cura varias veces para que me abriera, pero había desaparecido del confesionario.
Los santos parpadeaban bajo la pálida luz de las velas y el silencio me aprisionaba el pecho contra mi conciencia. Un escalofrío me recorrió la espalda al pensar que pasaría la noche allí solo, en la oscuridad, rodeado de imágenes agónicas y santos moribundos.
Tardé varios minutos en comprender que aquella era, en verdad, mi penitencia. 



TAROT



Las cartas me dijeron que tendría un accidente en breve, y la vidente asintió con la cabeza sin dejar espacio a la duda.
Para contrarrestar la predicción, dejé de coger la moto aquella semana y crucé los pasos de cebra con total precaución. Una bicicleta que estuvo a punto de atropellarme en un banco del parque me abrió los ojos: el riesgo estaba en cualquier acto, en cualquier lugar.
Así opté por quedarme encerrada en casa, a salvo de los infinitos peligros de la calle, decisión que mi madre celebró con entusiasmo, pues nunca le ha gustado que salga mucho por el barrio.
A los pocos días resbalé mientras lavaba el suelo del baño y reparé en lo cerca que había estado de cumplir el vaticinio.
Forré las esquinas de los muebles con gomaespuma y evité las actividades peligrosas, como subir escaleras o coger objetos de peso. Como no quería entrar en la cocina, por el miedo a los cuchillos, y todas las tareas de casa me parecían arriesgadas, me pasaba todo el día tumbada en la mecedora, viendo la televisión.
El respaldar no aguantó el trajín, y se rompió en dos pedazos mientras dormía la siesta.
Sólo tengo un brazo roto y la clavícula fracturada, aunque ya estoy un poco más tranquila. Los médicos me han asegurado que la cama del hospital soporta hasta doscientos kilos de peso.
  


HOMÓNIMOS



Si tecleo mi nombre en google aparecen hasta una docena de homónimos. A otras personas les agrada esa coincidencia y fantasean con vidas paralelas al otro lado de la rutina. A mí me parece una intolerable usurpación de la personalidad que las leyes no deberían permitir.
El primero era un ingeniero de telecomunicaciones muy estirado y con muy poco trato. El segundo dirigía un diario regional y estaba a punto de la jubilación. El tercero era un triste funcionario del ministerio de hacienda. Pobre. Por un momento hasta me hizo dudar. Con el cuarto impostor he quedado esta noche.



FIN DEL MUNDO




El teléfono yace sin pulso sobre la mesita. Apenas llega luz a la estancia inmóvil. Las bombillas cuelgan del techo como pájaros inertes. No se mueve ni una brizna de polvo, ni una mota de aire. Un calor tórrido impregna una oscuridad sin tiempo. El cadáver del televisor preside la sala como el caparazón hueco de una tortuga milenaria.
La nevera se ha desangrado por el exangüe pasillo. Por la ventana se deja entrever la silueta de un arbusto seco. Afuera no se escucha nada, ni el ruido del tráfico, ni las voces de los niños, ni el ladrido de aquel lejano perro.



LA PALABRA



Hace una semana que Morgan no está. Tiene las bolitas de pienso intactas en su comedero. Por las noches le dejo la ventana abierta para que encuentre la casa abierta si regresa tarde.
Mi madre no quiere hablar de Morgan, se pone nerviosa. Cada vez que le pregunto por mi gato me responde que Morgan se habrá enamorado de una gata siamesa y quizá se ha quedado a vivir en otra casa. A mí me consuela pensar que Morgan está ahora en brazos de otro niño que le da caricias y le cepilla el pelo.
Se me hace difícil imaginar que ya nunca más veré a Morgan. Pero lo sé. Mi madre elude el tema y toca madera por debajo de la mesa con disimulo. El otro día se enfadó conmigo cuando mencioné la palabra. Sonó como una cortina rasgada, como un jarrón que estalla al tocar el suelo.
Morgan no ha vuelto y todo en la casa está distinto, como más triste y melancólico. Algo me dice que me estoy haciendo mayor.


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