Oficio de tontos

Tontos son los creen, los que crean, los que buscan el temblor de una palabra, los que se ríen de su sombra, los que se enamoran por nada, los que pierden pero no se pierden, los que se enorgullecen de sus amigos, los que no eligen el camino fácil, los que siempre están ahí, los que piensan que el mundo no está perdido todavía... Bienaventurados los tontos, porque de ellos será el reino de la literatura.

jueves, 26 de junio de 2014

El internauta que mató al pianista

Artículo publicado en la revista Vísperas

¿Acabará Internet con la cultura o se convertirá, finalmente, en su mayor catalizador? La respuesta a esta pregunta retórica, en la terminología de Umberto Eco, divide a la parroquia en apocalípticos e integrados, dos grupos irreconciliables sin mucha posibilidad de matices. Empiezo este artículo desde esa fatiga previa que produce la fundada sospecha de que la poca o mucha discusión que pueda generar lo que diga, sucumbirá sin remedio a ese maniqueísmo, por otra parte, tan propio del carácter español.
O sea: ¿es Internet una amenaza o una oportunidad para el desarrollo de la música, de la literatura… de la cultura? Ya, ya, Internet es sólo un medio, una herramienta de difusión a la que pueden darse muchos y variados usos. Las opiniones sobre este asunto suelen ser bastante benevólas y ven en Internet una suerte de utopía tecnológica que hará accesible el conocimiento y el arte a la gran masa —ciudadanos de la aldea global—, que podrá acceder a los contenidos sin límites ni cortapisas; es decir, de manera gratuita, vulgo, sin pagar un duro.
La discusión, a mi juicio, pibota sobre este molesto detalle: la gratuidad. ¿La democratización de la cultura consiste en regalar (podría haber dicho “robar”) los contenidos culturales? ¿Es posible la creación artística si se erradican los ingresos de los creadores?
Los entusiastas de Internet, ésos que no tienen pudor en descargar libros y películas alegando un universal derecho a la cultura, se escudan en la inadaptación de una industria cultural obsoleta, que no ha sabido palpar el pulso de los nuevos tiempos y que permanece anclada en un modelo de negocio desfasado y abusivo; un modelo, dicho sea de paso, que ha protagonizado durante el siglo XX la mayor eclosión cultural de la historia.
En fin, el que se baja un libro pirata por su lindo rostro, pongamos por caso, suele ver en el librero, el distribuidor, ¡y no digamos en el editor!, una legión de capitalistas desalmados que hacen negocio con los autores o los consumidores, y que se tienen muy merecida la decadencia y la crisis en la que vive su sector. Bajo ese pecado original, claro, el robo de la propiedad intelectual —en el cine, en la música, en la literatura…— parece un acto de justicia poética que convierte al delincuente en un justiciero revolucionario que aboga por un nuevo estatus quo de la cultura en el que todo es libre, universal y gratuito.
Basta un poco de historia para comprobar que el asunto funciona justamente al revés: la cultura floreció, se expandió, desarrolló y popularizó justamente cuando se crearon las condiciones sociales y económicas que permitieron a los autores cobrar por sus creaciones. Justo lo que ahora parece venirse abajo.
En el caso de la literatura es más que evidente: la invención de la imprenta en el siglo XV posibilita una explotación industrial de la literatura que la hace accesible al pueblo, y, de camino, posibilita un modelo de escritor que puede aspirar a vivir de sus libros (Lope de Vega, mal que les pese, era un profesional de la literatura). Sólo entonces la cultura deja de ser patrimonio de nobles y clérigos, y pasa a manos de la burguesía, y de ahí al pueblo que llena los corrales de comedias en el Siglo de Oro. Algunos, por estos y otros motivos, dieron en llamar a esta etapa Modernidad.
Internet e imprenta, una curiosa pareja. Los entusiastas tecnológicos encuentran evidentes similitudes entre la revolución cultural que supuso la imprenta y la irrupción de Internet, pero parecen obviar las diferencias.
El Renacimiento europeo y su esplendor artístico no puede entenderse sin la imprenta, que divulgó el Humanismo, modificó el modelo cultural y el modo de consumir la cultura. La imprenta cambió no sólo la difusión la literatura (de la copia manuscrita pasó a la producción masiva), sino hasta el modo de leer: de las lecturas públicas y la literatura oral, se pasó a la lectura individual y privada, que permitía al sujeto sin privilegios acceder directamente al conocimiento sin mediación del poder.
Abundando en esta idea, la renovación de algunos géneros literarios, como es el caso de la novela moderna que inauguró Cervantes con el permiso del autor del Lazarillo, no podrían haberse dado sin la innovación tecnológica que implicó la imprenta.
En este sentido, las similitudes entre imprenta e Internet son más que evidentes, y es muy posible que la red implique, a corto plazo, un cambio de paradigma similar. Internet ha impuesto una nueva forma de publicar, de distribuir la literatura, e incluso una nueva forma de leer, y al albur de la red es muy posible que florezcan y frutifiquen algunos de los nuevos géneros literarios del siglo XXI: blogs, twitteratura, novelas colectivas…
Pero tal vez por estas coindencias se pasa por talto la diferencia fundamental: la imprenta impulsó la cultura mediante la explotación comercial de las obras, mientras que Internet, cinco siglos después, parece abolir ese negocio.
Las tentativas hasta la fecha de conciliar el potencial de Internet con el negocio cultural no cuentan con demasiadas experiencias exitosas, aunque, esto, claro está, es materia opinable y depende del color del cristal con que se mira.
Una buena forma de salir de dudas es preguntar a los creadores… Pocos escritores, músicos o cineastas, dicho sin la menor elegancia, podrían subsistir con las prebendas que ofrecen los nuevos canales de distribución, sin mencionar el problema endémico de la piratería y su política de tierra quemada y gratis total. Este puede ser el motivo, probablemente, por el cual perdura la vieja industria cultural y sus tradicionales sistemas: hasta que se demuestre lo contrario, no hay nada mejor para potenciar la cultura y presevar al creador.
También hay motivos para la esperanza. Algunos sectores afines a la cultura, como el periodístico, parece que empiezan a salir de esa travesía en el desierto que significaba la difusión gratuita de noticias que imponía tiránicamente la red. Poco a poco, los lectores, los usuarios, regresan a sistemas de pago de contenidos, entendiendo que no puede haber calidad, ni periodismo, ni libertad, ni independencia si no estamos dispuestos a abonar su coste. Literalmente.
En suma, la gratuidad es el fin de la cultura, de la cultura como un derecho o como una profesión. Juan de Mairena nos recordaba que no se puede confundir valor y precio, claro que pagar por la cultura es una forma de apreciarla y de ponerla en valor.
Sea por Internet, sea por los canales tradicionales, es incompatible defender la cultura y negarle el sustento a los creadores. Como es sabido, cada vez que un internauta se descarga un disco gratis, un pianista cae del cielo. No me negarán que es un acto de violencia… gratuita.

jueves, 13 de febrero de 2014

Cuando publicar no vale nada

Artículo publicado en la revista Vísperas. 
 
El escritor, siempre, debe elegir quién juzga su obra. Cuando la somete al jurado de un premio, cuando llama a las puertas de una editorial, cuando la entrega al público no hace otra cosa más que poner su obra a merced de la opinión. Eso es publicar: poner en manos del público.
La publicación, históricamente, ha tenido sus mecanismos de selección. Hasta no hace mucho, publicar era un acto de prestigio que implicaba la superación de los difíciles filtros de la industria editorial. Esta industria y los medios de comunicación (antes la crítica y los académicos) han sido tradicionalmente los depositarios del cánon literario, el órgano que decidía, como un juez severo, qué literatura merece la pena ser publicada y cuál no.
Con sus clamorosos fallos –como todo acto humano—, con sus servidumbres al mercado, este sistema ha funcionado desde la modernidad con contrastada eficacia. Es decir, nunca se ha leído tanto ni publicado como ahora, y a pesar de las dificultades, el genio literario conseguía abrirse paso dentro de ese modelo. Con cierto sesgo idealista podía afirmarse que cualquier escritor con oficio y perseverancia, acababa encontrando su lugar en ese complejo engranaje. Dicho de forma inmisericorde, el talento que se quedaba en el camino (daños colaterales), era tal vez porque adolecía de una cualidad indispensable en la escritura creativa: la perserverancia y la resistencia al fracaso, virtudes sin las que no imagino la madurez de un escritor.

La amenaza digital
La cultura digital e Internet han hecho saltar por los aires toda esa maquinaria laboriosamente construida a lo largo de décadas, incluso siglos. Las editoriales continuan con su trabajo de convertir el talento literario en un negocio rentable, claro está, pero parecen espantadas por el incierto panorama. El libro, como hace algunos años pasó con la música, pierde su valor como producto ante una nueva cultura digital que banaliza la piratería, desprecia los derechos de autor y se mofa o se encoge de hombros ante el culto al objeto físico, ese olor a papel nuevo que siempre ha tenido la liturgia de las librerías.
A día de hoy, con los adelantos tecnológicos e informáticos, la publicación de una obra literaria se ha rebajado hasta la más pura y descarnada gratuidad. Publicar no vale nada, en el doble y en el triple sentido de la expresión. Nada. Basta asomarse a plataformas como bubok para comprobar que cualquiera, en el más estricto sentido del término, puede publicar un libro a dos o tres golpes de clic, sin el menor filtro y sin que el autor ni siquiera deba costearse el capricho, como siempre ha ocurrido con la autoedición.
Las editoriales, claro está, siguen teniendo su peso (los imperios no caen en una hora), pero la crisis está haciendo estragos entre los pequeños editores y los escritores no encuentran salida a sus obras en un mercado despavorido por la caída de ventas y la incertidumbre de un sector que aguarda una reconversión inevitable. El panorama no es muy alentador. La crisis, precisamente, se ha cebado con las pequeñas editoras que copaban, con una oferta alternativa y de calidad, los nichos del mercado editorial.
No son tiempos de alegrías ni de experimentos, y los catálogos de las grandes editoriales cada vez están más contaminados por la sociedad del espectáculo, como denuncia Vargas Llosa en su último ensayo.

El espejismo tecnológico y la democratización de la cultura
Luego está la fascinación digital y la superchería de las nuevas teconologías. Un escritor que no esté en Amazon, pongamos por caso, no puede sentirse moderno, y cualquiera de sus fracasos en la búsqueda (tradicional) de editor serán automáticamente imputados a su impericia digital, a su resistencia al cambio y a no haberse adaptado, cual dinosaurio (de Monterroso), a los nuevos tiempos.
Lo digital se percibe con absoluta benevolencia pues viene con el marchamo de la libertad y la igualdad. En torno a toda esta supuesta democratización (contrapuesta al elitismo selectivo de la industria editorial) se ha generado una mitología que encumbra a autores desconocidos que publicaron desde el sofá de su casa y que vendieron miles de ejemplares en el misterioso laberinto de la red.
Literatura de ficción, claro está, bajo la que subyace una imagen demagógica difícil de rebatir: Internet derriba el muro de clasismo de una industria obsoleta y restrictiva, y miles de autores jóvenes corren por el campo verde de la libertad de publicación.
Uf. Criticar esta visión adánica, como estoy haciendo ahora, ya lleva en sí misma el pecado de la incorrección política y el riesgo de ser tildada de carca a ojos de esa informe masa de opinantes que conforman las redes sociales.
Pero no nos engañemos. Una de las grandes mentiras de la cultura digital es, como se ha insinuado, la aparente democratización. Esto es, esa ingenua historia de que cualquiera puede convertirse en un autor de éxito sin mediación de la industria editorial está contada desde la anomalía estadística. Es decir, la del sujeto al que le toca la lotería, y no desde la de los millones de individuos castigados por la indiferencia del azar.
Esta metáfora me parece más realista que la otra (el éxito en Internet es una lotería), y deja al autor ante la verdad desnuda de someterse al juicio de la red.
¿Cuántos miles y miles de libros se publican diariamente en la App Store, en Amazon, etc. cuyas ventas no superan los dedos de una mano? ¿Qué visibilidad tiene un libro editado en la red si no se cuenta con una ¡industria! de marketing? De esa biblioteca de libros (¡virtuales!) olvidados en las principales plataformas digitales nadie oye hablar...

¿Quién te juzga?
Muchos escritores noveles, aterrados por la severidad de la maquinaria editorial, se entregan, sin más miramientos, a la edición digital con sus grotescas promesas de éxito fácil y rápido. Pero ignoran, o no quieren saber, que la libertad de la red es un concepto muy discutible y que cualquier idea que prospera en ella parece movida por los hilos virtuales de un nuevo poder fáctico que controla los cauces de información. Existen versos sueltos, claro, pero no son más que excepciones a la regla.
Yo he rechazado contratos de publicación digital, no por carca ni obsoleto, sino porque sospechaba claramente que mi obra (mi esfuerzo) quedaría sepultado desde el minuto uno en esos grandes estercoleros de información en los que, desde cierto punto de vista, se convierte la red.
Y las herramientas para luchar contra ese monstruo (el marketing viral, las redes sociales, la autopromoción…) son tan páteticas, que, sinceramente, si esa es la alternativa, prefiero el silencio del anonimato y el estético olvido romántico.
Mucho más caprichosa, injusta y disparatada, me parece esa red de intenautas que igual ensalzan a Paquirrín con millones de seguidores en Twitter, que convierten en trending topic cualquier video chorra grabado en un garaje imitando a un cantante de moda.
Cada escritor es libre de buscarse la vida como pueda, pero los jóvenes escritores que se tiran a esa piscina deben saber que huyen del juez severo de la industria editorial para caer en esa mezcla de caos y populismo que es la red.
La realidad es que la publicación digital no ha hecho más que saturar la oferta, y los mecanismos naturales para corregir esa inflación literaria son el olvido y la indiferencia de esos lectores virtuales a los que se ha desprovisto de la selección (¡profesional!) que hacía la industria editorial.

Volvemos a la pregunta del inicio: ¿a quién entrega un escritor su obra para que la juzgue?
Humildemente, prefiero seguir trabajando duro en mis libros y mis proyectos (siempre con escasas probalibidades de éxito, porque eso es lo estadísticamente normal), confiar en mi oficio y en mi talento a pesar de los fracasos, y someterme al jucio de expertos, por más que puedan darme la espalda.
En cuestión de jucios prefiero a un juez que a un jurado popular. La literatura, como la medicina, mejor en manos de profesionales.