¿Acabará Internet con la cultura o se
convertirá, finalmente, en su mayor catalizador? La respuesta a esta
pregunta retórica, en la terminología de Umberto Eco, divide a la
parroquia en apocalípticos e integrados, dos grupos irreconciliables sin
mucha posibilidad de matices. Empiezo este artículo desde esa fatiga
previa que produce la fundada sospecha de que la poca o mucha discusión
que pueda generar lo que diga, sucumbirá sin remedio a ese maniqueísmo,
por otra parte, tan propio del carácter español.
O sea: ¿es Internet una amenaza o una
oportunidad para el desarrollo de la música, de la literatura… de la
cultura? Ya, ya, Internet es sólo un medio, una herramienta de difusión a
la que pueden darse muchos y variados usos. Las opiniones sobre este
asunto suelen ser bastante benevólas y ven en Internet una suerte de
utopía tecnológica que hará accesible el conocimiento y el arte a la
gran masa —ciudadanos de la aldea global—, que podrá acceder a los
contenidos sin límites ni cortapisas; es decir, de manera gratuita,
vulgo, sin pagar un duro.
La discusión, a mi juicio, pibota sobre
este molesto detalle: la gratuidad. ¿La democratización de la cultura
consiste en regalar (podría haber dicho “robar”) los contenidos
culturales? ¿Es posible la creación artística si se erradican los
ingresos de los creadores?
Los entusiastas de Internet, ésos que no
tienen pudor en descargar libros y películas alegando un universal
derecho a la cultura, se escudan en la inadaptación de una industria
cultural obsoleta, que no ha sabido palpar el pulso de los nuevos
tiempos y que permanece anclada en un modelo de negocio desfasado y
abusivo; un modelo, dicho sea de paso, que ha protagonizado durante el
siglo XX la mayor eclosión cultural de la historia.
En fin, el que se baja un libro pirata
por su lindo rostro, pongamos por caso, suele ver en el librero, el
distribuidor, ¡y no digamos en el editor!, una legión de capitalistas
desalmados que hacen negocio con los autores o los consumidores, y que
se tienen muy merecida la decadencia y la crisis en la que vive su
sector. Bajo ese pecado original, claro, el robo de la propiedad
intelectual —en el cine, en la música, en la literatura…— parece un acto
de justicia poética que convierte al delincuente en un justiciero
revolucionario que aboga por un nuevo estatus quo de la cultura en el
que todo es libre, universal y gratuito.
Basta un poco de historia para comprobar
que el asunto funciona justamente al revés: la cultura floreció, se
expandió, desarrolló y popularizó justamente cuando se crearon las
condiciones sociales y económicas que permitieron a los autores cobrar
por sus creaciones. Justo lo que ahora parece venirse abajo.
En el caso de la literatura es más que
evidente: la invención de la imprenta en el siglo XV posibilita una
explotación industrial de la literatura que la hace accesible al pueblo,
y, de camino, posibilita un modelo de escritor que puede aspirar a
vivir de sus libros (Lope de Vega, mal que les pese, era un profesional
de la literatura). Sólo entonces la cultura deja de ser patrimonio de
nobles y clérigos, y pasa a manos de la burguesía, y de ahí al pueblo
que llena los corrales de comedias en el Siglo de Oro. Algunos, por
estos y otros motivos, dieron en llamar a esta etapa Modernidad.
Internet e imprenta, una curiosa pareja.
Los entusiastas tecnológicos encuentran evidentes similitudes entre la
revolución cultural que supuso la imprenta y la irrupción de Internet,
pero parecen obviar las diferencias.
El Renacimiento europeo y su esplendor
artístico no puede entenderse sin la imprenta, que divulgó el Humanismo,
modificó el modelo cultural y el modo de consumir la cultura. La
imprenta cambió no sólo la difusión la literatura (de la copia
manuscrita pasó a la producción masiva), sino hasta el modo de leer: de
las lecturas públicas y la literatura oral, se pasó a la lectura
individual y privada, que permitía al sujeto sin privilegios acceder
directamente al conocimiento sin mediación del poder.
Abundando en esta idea, la renovación de
algunos géneros literarios, como es el caso de la novela moderna que
inauguró Cervantes con el permiso del autor del Lazarillo, no podrían
haberse dado sin la innovación tecnológica que implicó la imprenta.
En este sentido, las similitudes entre
imprenta e Internet son más que evidentes, y es muy posible que la red
implique, a corto plazo, un cambio de paradigma similar. Internet ha
impuesto una nueva forma de publicar, de distribuir la literatura, e
incluso una nueva forma de leer, y al albur de la red es muy posible que
florezcan y frutifiquen algunos de los nuevos géneros literarios del
siglo XXI: blogs, twitteratura, novelas colectivas…
Pero tal vez por estas coindencias se pasa por talto la diferencia fundamental: la imprenta impulsó la cultura mediante la explotación comercial de las obras, mientras que Internet, cinco siglos después, parece abolir ese negocio.
Pero tal vez por estas coindencias se pasa por talto la diferencia fundamental: la imprenta impulsó la cultura mediante la explotación comercial de las obras, mientras que Internet, cinco siglos después, parece abolir ese negocio.
Las tentativas hasta la fecha de
conciliar el potencial de Internet con el negocio cultural no cuentan
con demasiadas experiencias exitosas, aunque, esto, claro está, es
materia opinable y depende del color del cristal con que se mira.
Una buena forma de salir de dudas es
preguntar a los creadores… Pocos escritores, músicos o cineastas, dicho
sin la menor elegancia, podrían subsistir con las prebendas que ofrecen
los nuevos canales de distribución, sin mencionar el problema endémico
de la piratería y su política de tierra quemada y gratis total. Este
puede ser el motivo, probablemente, por el cual perdura la vieja
industria cultural y sus tradicionales sistemas: hasta que se demuestre
lo contrario, no hay nada mejor para potenciar la cultura y presevar al
creador.
También hay motivos para la esperanza.
Algunos sectores afines a la cultura, como el periodístico, parece que
empiezan a salir de esa travesía en el desierto que significaba la
difusión gratuita de noticias que imponía tiránicamente la red. Poco a
poco, los lectores, los usuarios, regresan a sistemas de pago de
contenidos, entendiendo que no puede haber calidad, ni periodismo, ni
libertad, ni independencia si no estamos dispuestos a abonar su coste.
Literalmente.
En suma, la gratuidad es el fin de la
cultura, de la cultura como un derecho o como una profesión. Juan de
Mairena nos recordaba que no se puede confundir valor y precio, claro
que pagar por la cultura es una forma de apreciarla y de ponerla en
valor.
Sea por Internet, sea por los canales
tradicionales, es incompatible defender la cultura y negarle el sustento
a los creadores. Como es sabido, cada vez que un internauta se descarga
un disco gratis, un pianista cae del cielo. No me negarán que es un
acto de violencia… gratuita.