Oficio de tontos

Tontos son los creen, los que crean, los que buscan el temblor de una palabra, los que se ríen de su sombra, los que se enamoran por nada, los que pierden pero no se pierden, los que se enorgullecen de sus amigos, los que no eligen el camino fácil, los que siempre están ahí, los que piensan que el mundo no está perdido todavía... Bienaventurados los tontos, porque de ellos será el reino de la literatura.

Pienso para gatos




Un cuadro que cambia de forma, un hombre al que nadie puede recordar, unos repollos con propiedades pedagógicas, un perro que ladra sin parar al otro lado de una verja...
Pienso para gatos es una recopilación de diecinueve relatos con un nexo común: la aparición de un hecho fantástico como desencadenante de historias con sabor urbano y fondo de misterio.
Con la ayuda del humor, el autor indaga en las complejidades del hombre moderno y esa fuente inagotable de desencantos y contradicciones en que consiste la vida.
Un libro de relatos en movimiento que siempre ofrecen un ángulo insospechado, una lectura que se superpone a la anterior, una mirada nueva. Un libro sorprendente, extraño y a la vez familiar, como esos silenciosos animales de compañía que nos miran acurrucados desde el sofá, con la interrogante de un insondable secreto.

Del prólogo de Paco Robles.





MOVILIDAD DE LOS CUADROS

Tengo un cuadro que cambia de forma. No son cambios bruscos, una mancha rojiza que se desplaza a la derecha, una línea que se monta sobre las otras, o tal vez un color que se contagia de las flores que reposan sobre la mesa.
A pesar de ser un cuadro llamativo, tardamos un tiempo en advertirle esa manía de mudar los colores y las formas. Un día me pareció ver que el tejado de un edificio se había reblandecido por el sol, pero mi mujer me disuadió de semejante disparate. No obstante, lo observé de cerca unas semanas con la certidumbre de que los colores jugueteaban con las horas, y que los perfiles se dejaban arrastrar por la inercia del tiempo.
Una tarde fue ella la que me confesó aterrorizada que una de las antenas de un tejado se había curvado a la derecha, como cimbreada por el viento, y que algunas casas se disputaban el protagonismo del lienzo reafirmando el colorido con tonos calientes.
En efecto, el cuadro se movía. Dado que era una obra impresionista inspirada en un sereno paisaje urbano, descartamos toda motivación maliciosa. No necesitaba más pruebas: el cuadro se arrellanaba plácidamente con nosotros todas las noches y no había de qué temer. Sin embargo, las figuras se desplazaban en el lienzo. Un movimiento, eso sí, extremadamente lento, como la lengua de los glaciares, como los pliegues de las montañas.
Optamos por corroborar esta extrañeza con la ayuda imparcial de la técnica. Compré una cámara digital de última generación, en cuyas reproducciones incluso podían apreciarse detalles imperceptibles a simple vista. La metodología que empleamos era bastante sencilla: cada día, en condiciones semejantes, tomábamos una instantánea que comparábamos con las anteriores. Las superposiciones informáticas de las imágenes, no obstante, tampoco arrojaron ninguna luz al asunto.
Nos llevó un tiempo comprender que también las fotografías se movían, acompasadas al ritmo del cuadro.
A veces lo observo largas horas, sentado a sus pies, por si lo sorprendo con el desplazamiento repentino del algún trazo. Pero él, que sabe que lo miro, se me planta fijamente, como queriendo decir con mucho cariño que en realidad todo se mueve, se mueve la Tierra, se mueven las palabras, se mueven los pensamientos, se mueven los cuentos, se mueve la mecedora de madera con sus cojines a cuadros, se mueven las convicciones, me muevo yo, los estampados añiles del pasillo, el perchero con el sombrero de fieltro y el gabán azul.