Oficio de tontos

Tontos son los creen, los que crean, los que buscan el temblor de una palabra, los que se ríen de su sombra, los que se enamoran por nada, los que pierden pero no se pierden, los que se enorgullecen de sus amigos, los que no eligen el camino fácil, los que siempre están ahí, los que piensan que el mundo no está perdido todavía... Bienaventurados los tontos, porque de ellos será el reino de la literatura.

Soy tonto

Soy tonto y además lo sé, José Antonio Francés (Bosque de palabras).


Sinopsis

Soy tonto y además  lo sé es la historia de Natalio, un tipo completamente normal si no fuese por su insistencia en ayudar a los demás. Su familia intenta corregirle esta perniciosa manía, hasta que cae en la cuenta de que el chico padece una extraña enfermedad no descrita por la medicina: una especie de optimismo crónico.
Efectivamente, a pesar de los reveses de la vida, de los engaños y desengaños, de los achaques de la fortuna, Natalio se muestra impertubable al desaliento, con un ímpetu y una buena fe tan insobornables que todo el mundo empieza a creer que es tonto.






Capítulo I

Fíjense si soy tontorrón que he pensado que escribiendo este librito voy a firmar ejemplares en los grandes almacenes como los escritores de verdad. No es que lo haya pensado, es que lo pienso y creo firmemente, como si estuviera grabado en mi destino que ha de ser así y no de otra forma. No se escandalicen, he sido toda la vida igual de carajote. Que yo recuerde, siempre he pertenecido por derecho propio a ese grupo de imbéciles que tienen una capacidad ilimitada para creer en las cosas, por ridículas o ilusas que éstas sean. Cada vez que rebaño el yogurt, por ejemplo, yo confío en que una legión de bifidus activos me renovará por dentro, igual que anuncia la televisión. Palabra. La voluntad no tiene nada que ver en este asunto, es algo espontáneo, una respuesta refleja, como respirar o cerrar los párpados.
 Ahora, sin ir más lejos, aunque el sentido común me dicte lo contrario, aunque sean las siete de la mañana y el frío me atenace los dedos, no puedo dejar de presentir que estas confesiones que apenas he empezado a escribir serán una obra maestra de la literatura de nuestro siglo. ¡Que me parta un rayo si miento! Miren que sé que mi nombre suena menos que una guitarra de tómbola, miren que sé de buenas fuentes que escribiendo soy peor que un dolor a media noche, pero nada, es inútil, yo cojo el bolígrafo y me creo mejor que Góngora, qué digo Góngora, Quevedo, qué digo Quevedo, ¡Cervantes! Ya veo la portada del libro en los kioscos, ya escucho las felicitaciones de los amigos, ya siento el abrazo del editor, la décima edición en doce meses, las ruedas de prensa, entrevistas, reconocimientos públicos, el éxito, la gloria, evohé, evohé.
 No sé hasta qué punto soy responsable de semejante despropósito, pues, en verdad, yo no hago nada: las imágenes vienen solas hacia mí, movidas por un mecanismo misterioso. Yo simplemente las contemplo, las acepto porque en el fondo sé que son mías, y las saboreo como un helado de tres bolas con sirope de caramelo. No son alucinaciones, esto es seguro, porque en todo momento soy consciente de la naturaleza fantástica de estos productos de la imaginación. Pero sabiéndolo como lo sé, y aún a pesar de que perjudican mi salud, una fuerza interna contra la que apenas puedo luchar me arrebata la razón como un tornado, y no puedo más que rendirme y quedar a expensas de los dictados de un vigor desbocado y palpitante.
 Los síntomas externos de la enfermedad son menos atípicos. Según las observaciones del doctor Perales, que actualmente lleva mi caso, las alteraciones físicas, excepto en el momento agudo de la crisis, apenas son apreciables a simple vista, de ahí que siempre haya pasado por una persona normal. Como suele decir el doctor con su jerga, una descripción fenomenológica pormenorizada reviste no pocas complejidades, pues una de las características de esta patología singular es precisamente que, en cada ataque, puede afectar variablemente a cualquier órgano del cuerpo. Unas veces podemos observar una coloración bermellona en los lóbulos de las orejas acompañada de un hipito casi imperceptible, otras una salivación de inmigrante ilegal ante el escaparate de una pastelería. El doctor Perales, no obstante, ha descrito una sintomatología común para estas crisis de entusiasmo, que son, a saber, una relajación muscular generalizada y una dilatación extrema de las pupilas que me vienen con los ojos del revés, como si contase felizmente ovejitas en el limbo.
Todavía no se ha encontrado ningún mecanismo para controlar estas agresiones del ánimo. El jefe médico del Centro, el doctor Iglesias, está experimentando conmigo una terapia conductista desde hace tres meses con la que obtuvo buenísimos resultados en un grupo de sindicalistas mineros, aunque, en honor a la verdad, hay que reconocer que los calambrazos en las plantas de los pies no han conseguido, de momento, moderar mi optimismo.
 Ignoro de dónde vienen estas perniciosas sensaciones de plenitud. Lo que sí es seguro es que no se sustentan en la experiencia, porque la vida no puede decirse que me haya tratado con guantes de seda. Yo creo que son como chispazos de felicidad en estado puro. Me sorprenden en cualquier momento, mientras me como un bocadillo de mortadela, mientras veo a una muchacha cruzar por un paso de cebra, mientras ponen un anuncio de líneas aéreas por la televisión. Entonces me quedo lacio como una guita y me da un pellizco por el espinazo que no es un pellizco, es más bien una borrachera de lúcido desprendimiento, una descarga de apoteósica humanidad, y una luz de esas que aparecen entre las nubes de los cuadros religiosos me acaricia los ojos, los pulmones se hinchan como globos de feria y me viene un recuerdo de aquella mañana de agosto en que las lagartijas se tostaban en las chumberas y mi padre me llevó a ver el mar.
 Cuando remiten los síntomas la cosa ya no tiene remedio. El estómago rebosa una energía incontenible, el mundo es feliz, la vida es hermosa, puedo amar, y me creo capaz de afrontar cualquier proyecto, por utópico o absurdo que sea. El doctor Perales ha intentado determinar la duración aproximada de estas embestidas de aliento, pero los resultados, hasta la fecha, han sido infructuosos. De cualquier modo, algo me dice que el trabajo del doctor, a pesar de la carencia de medios, arrojará tarde o temprano sus frutos. Estoy completamente seguro...
¿Ven lo que les digo? Me lo he vuelto a creer. Me está subiendo. Es incontrolable. Es magnífico. El bolígrafo es una batuta, las palabras son la cadencia, los vellos se erizan al compás de la música y una sinfonía maravillosa me riega por dentro sólo de imaginar que voy a curarme y salir del Centro. Y, entre tanto, al mismo tiempo, simultáneamente, mientras disfruto de esta alegría gratuita, no puedo dejar de ser consciente de mi propia desgracia: Y es que llevo más de veinte años inútiles en manos de la medicina y me es imposible presentir que en muy poco tiempo mi enfermedad tendrá cura, porque pensar en ello y ver la solución es todo un mismo hecho, de verdad, lo veo, lo veo, sí, veo al doctor Perales con su bata blanca en un laboratorio rodeado de tubos de ensayo con líquidos de colores, veo que toma una muestra de orina y que vierte una sustancia en un matraz, y lo calienta, veo que mete un papel secante y que éste se torna de color anaranjando parduzco, veo al médico gritar de alegría, correr por los pasillos, veo cómo se abraza con el doctor Iglesias, veo a los otros médicos que se incorporan sorprendidos, todo el Centro es un revuelo, ¡eureka, eureka!, los guardias cantan por los pasillos, las limpiadoras ensayan bonitas coreografías, los telediarios envían a sus equipos de reporteros, el doctor Iglesias se dirige a un abarrotado auditorio de periodistas y curiosos que se congregan en la puerta, señoras y señores, lo hemos conseguido, las pruebas con ratones blancos han sido concluyentes, tras arduas y penosas comprobaciones nuestro equipo médico ha conseguido un importante descubrimiento en el campo de la medicina, una de las más terribles enfermedades de la era moderna ya tiene remedio, la Humanidad puede sentirse segura porque desde hoy la Tontería tiene vacuna, la Tontería Crónica tiene vacuna...
Y yo los aplaudo desde mi ventana, feliz y exultante, dichoso y crédulo, con las lágrimas saltadas mientras me abrazo a mis compañeros, Roberto, Gregorio, Estanislao, con el alta médica en una mano y en la otra un libro, el ejemplar del libro que ahora estoy escribiendo, publicado por la editorial más prestigiosa del país, traducido a trece idiomas y elevado ya a la categoría de best seller mundial. 


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