Todos los años por
estas fechas, de forma recurrente, se inician campañas bienintencionadas de
apoyo al intercambio de libros de texto, como si éste fuese un gasto
innecesario, casi inmoral, que es preciso erradicar de las economías
domésticas. Este año ha sido el PSOE el que ha ofrecido sus Casas del pueblo
para tan noble iniciativa. Las televisiones se suman al festín y ofrecen estos
días su cobertura mediática, y todo el mundo asiente desde su sofá, con la
conciencia tranquila, cuando emiten la noticia de que una asociación de madres
y padres de aquí o allá organiza el reciclado de libros de cursos pasados.
En el fondo subyace
la idea, tan perversa como arraigada, de que el libro de texto es un material
caro, obligado y abusivo, contra el que es necesario una rebelión ciudadana.
Las editoriales, en esta simplona visión del mundo, representan lo peor del
capitalismo salvaje: despiadadas organizaciones sin escrúpulos que imponen
cambios innecesarios en los materiales para aumentar cada año sus ventas y que
buscan, con la coartada de la educación, el lucro a costa de los indefensos
padres de familia. El agravio se consuma y las ideas se consolidan cuando cada
padre, llegado septiembre, debe abonar una media de 200 euros por hijo en
material educativo. ¡Y sin financiación, como un móvil o unas vacaciones!
Con prejuicios tan
enquistados se hace muy difícil defender al libro de texto. Pero esta realidad
puede verse desde ángulos bien diferentes. Un servidor lleva ocho años
trabajando de editor de materiales educativos y otros tantos en la educación. Conozco de
primera mano las cuantiosas inversiones que las editoriales han hecho y hacen
para renovar sus materiales y mejorar la
calidad de la enseñanza: hablo de libros de texto digitales, de investigación
en innovaciones pedagógicas (aportaciones de las neurociencias a enseñanza,
aplicación de rutinas de pensamiento, aprendizaje basado en problemas,
aprendizaje por competencias…), y equipos numerosos de especialistas,
pedagogos, asesores, correctores... ¿Quién sabe que la producción de un libro de texto puede superar los 100.000 euros?
Sí, la realidad es
que el libro de texto es un material caro, sensible, con un complicado y
costoso sistema de producción, en el que intervienen miles de profesionales de
la enseñanza y de la edición (que da de comer a muchas familias: libreros, comerciales,
distribuidores…) y que pretende llegar a ese terreno de la innovación educativa
que el sector público ni puede ni quiere asumir.
Todo esto, claro,
con España en un lugar sonrojante en los informes de la OCDE, con un 20% de
alumnos incompententes en comprensión lectora o matemáticas y ciencias, y con
unas tasas de abandono escolar en torno al 25%...
Sí, la realidad
puede ser otra bien distinta. Por ejemplo, que las editoriales han invertido
ingentes cantidades en libros digitales que no obtendrán retorno porque la
administración ha frenado la digitalización de las aulas por falta de recursos.
Por no decir que hay comunidades autónomas que, en la demonización del libro de
texto, han implantado sistemas de gratuidad que han depreciado el valor de los libros
y han minado al sector editorial y llevado a la ruina y al cierre a muchas
editoriales educativas. Sistema de gratuidad, dicho sea de paso, que cercenan
la relación que el niño establece con los libros (pues lo convierte
prácticamente en un producto desechable, de usar y devolver) y, en el caso de
los libros de ficción, menoscaba ese anhelo y ese derecho por el que suspiraban
los intelectuales ilustrados: que cada persona pudiese crear su biblioteca
personal.
Si a este cúmulo de
adversidades se le suma la crisis y la inevitable reducción del gasto en las
familias nos queda un panorama desolador y un sector tocado del ala.
Tal vez sea preciso
recordar obviedades: la editoriales persiguen un legítimo beneficio
empresarial, pero en su naturaleza y finalidad está la mejora de la calidad de
enseñanza, un objetivo que no merecería ese generalizado desprecio social. El
libro de texto es cultura, en su senido cabal, y este es el mensaje que no
consigue llegar a la sociedad. Nadie ve las editoriales educativas como I+D.
Admitamos que
reciclar libros de texto es bueno y que supone un ahorro para las familias,
pero llevemos este argumento hasta el límite y valoremos hasta qué punto las
buenas intenciones pueden tener consecuencias negativas: intercambiemos ropa hasta
que cierren las tiendas de Zara, viajemos a la casa del pueblo de los abuelos y
hundamos el turismo, comamos en el trabajo y acabemos con la hostelería, usemos
el teléfono fijo y no el móvil, cambiemos las películas de vídeo y dejemos de
ir al cine y al teatro… En fin, creemos una idílica sociedad de trueque y de
buenos salvajes y condenemos el consumo como causa de todos los males.
¡Mira que hay cosas
en las que ahorrar antes que en la cultura y la educación! Nadie se escandaliza
(al menos no se organizan campañas en contra) por el precio de un abono de
fútbol, ni por las facturas del móvil ni el coste de un terminal, ni por el
precio de la ropa de marca (ésa que llevan los chicos cuyas familias recelan en
comprar libros), ni por la suscripción a una televisión de pago, ni por el
plazo de un coche, ni por la cuenta de una cena en un restaurante… No, lo caro,
lo inmoral y abusivo es el precio de los libros de texto que pretenden ayudar a
que cada hijo de vecino sea un ciudadano formado, crítico y competente.
Mientras ésa sea
nuestra escala de valores no es de extrañar que estemos en el furgón de cola de
los informes PISA sobre calidad educativa y que el libro de texto sea, cada vez
que se inicia la cacería del nuevo curso, una pieza para abatir a la que se
apuntan, sin pensarlo dos veces, todos los ciudadanos de buena fe.