Mi vida, como tantas otras, está llena de novelas y resulta penoso
elegir una sola de esa biblioteca en la que vamos guardando nuestras
experiencias, nuestras pasiones y nuestros recuerdos. Cada lector podría
hilvanar su biografía en la hilera de relatos que lo han marcado. Cervantes nos
enseñó que los personajes de una novela se convierten siempre en otra cosa con
el discurrir de las páginas, como la vida misma. Nunca nos bañamos dos veces en
el mismo libro, que diría Heráclito. Nosotros, en cierta forma, somos
personajes de nuestras lecturas y aquellas obras que nos marcan son,
precisamente, las que nos han convertido en otra persona al acabar sus páginas.
Identifico esa experiencia con una emoción muy íntima de cuando era
adolescente: el deseo de regresar a casa para continuar leyendo una novela, y
esa sensación noctámbula de no poder
abandonar la lectura pese al sueño...
Es cierto que esa fascinación es propia de la edad de la inocencia en
la que descubrimos el mundo, como el hielo de Macondo, y que según nos
adentramos en la madurez nos desposeemos de la magia de la lectura y su
capacidad para hacernos mejores. Por qué los adultos descreen de las novelas… ésa
es una pregunta que deberíamos hacernos.
La ficción, de alguna forma, es territorio de la juventud. Recuerdo
con fascinación dos novelas juveniles Momo y La historia interminable, y me recuerdo leyéndolas abrumado y admirado por la fantasía
perturbadora de Michael Ende, que te toca en las fibras de lo humano con una
infinita ternura.
Añado a la lista, años más tarde, Cien años de soledad, Rayuela, Juan
Rulfo, La insoportable levedad del ser, Tiempo de silencio, La colmena… y buen ramillete de lecturas, entre granos y
libros de instituto, para descubrir que el mundo (no sé si por este orden) es
un lugar complejo y fascinante. Después estudié filología y vinieron El
Lazarillo y El Quijote, novelas a las que acudo recurrentemente y
sin las que nunca me hubiese hecho escritor.
Más si, a pesar de lo dicho, he de quedarme con un título ése es El
otoño del patriarca. Novela
de Gabriel García Márquez enterrada seguramente por el éxito y la calidad de su
extensa obra. Si Gabo no hubiese escrito El amor en los tiempos del cólera,
o Cien años de soledad, o El coronel no tiene quien le escriba… tal vez otro gallo le hubiera cantado a
esta novela.

Si intentamos hacer una sinopsis de la novela —misión imposible—,
enseguida nos damos cuenta de que su singularidad es, al mismo tiempo, la
fuente de su encanto y también el motivo por el que no se halla entre las obras
más célebres del colombiano. El otoño del patriarca narra, en clave poética, la vida de un
dictador caribeño: sus conspiraciones, sus amores, sus miserias, su desnuda y
cruel humanidad. Pero García Márquez huye de una narración convencional
(planteamiento, nudo y desenlace, que diría el escritor frustrado de La
colmena) y nos sitúa, desde
la primera frase, en un universo lírico que atraviesa el tiempo y nos asoma,
con la música de las palabras, a la inmensa soledad de la existencia.
Estamos ante una novela musical, con una sintaxis laberíntica de
oraciones interminables que se derraban de página a página y que, sin embargo,
es la única capaz de crear la atmósfera de ensoñación, subjetivismo y melancolía
que envuelven al dictador.
Márquez desnuda a un personaje despreciable pero también humano (esto
es, digno de conmiseración) y lo hace, antes que con el relato de su vida, con
el ritmo de una prosa poética capaz de llegar hasta el último recoveco del
alma. Los episodios pasan ante nosotros como en un sueño, en un tiempo mítico
sin principio ni fin, impregnados de irrealidad y engarzados por secretos
pasadizos que conducen siempre a la misma soledad.
García Márquez nos enseña, con maestría, que la forma es contenido y
que los géneros son corsés, a veces hasta ridículos, donde empaquetamos las
grandes obras. Aunque de esto te das cuenta después, cuando te haces escritor y
filólogo (tampoco sé en qué orden). De entonces, cuando leí la novela por vez
primera, me recuerdo embelesado, saboreando los adjetivos y las subordinadas
interminables sin dejar de pensar: “qué hermoso es esto”. Tal vez era lo que
Theodor Adorno definía como el escalofrío de la belleza.
La búsqueda (a veces frustrante) de aquella
experiencia estética, de aquel placer, es la que me convirtió en un lector
contumaz y un escritor en ciernes. Veinticinco años después aún busco en mis
textos, no sé si en vano, ese fulgor de belleza que me dejó El otoño del
patriarca. Fíjense si me marcó.