Lo he contando más de una vez. Después de escribir durante diez años crónicas futbolísticas en El Mundo de Andalucía algunos amigos me preguntaban cómo podía hablar de fútbol sin agotarme en el tema. En el fondo, la pregunta llevaba implícita la presunción del plagio (del autoplagio), pues a fin de cuentas el fútbol no admite más que cuatro variantes: la victoria, la derrota, el empate... y la suspensión del partido.
Mi respuesta era siempre la misma: en el escenario de la Liga están las obras completas de Sakespeare: celos, traición, honor, venganza, envidia... En fin, las pasiones humanas palpitando en toda su crudeza. Viendo la despedida de Pep Guardiola del Barcelona estos días no hace falta ser un lumbreras para adivinar que el fútbol, más allá de lo deportivo (que muchas colinda con el tedio) se alimenta de todo ese magma de emociones que hacen de este espectáculo una metáfora hiperbólica de la vida. El fútbol es la vida exagerada, y ese es su éxito.
Por qué la literatura tradicionalmente, y salvo honrosas excepciones, ha estado tan de espaldas al deporte rey es una obviedad: el fútbol no necesita literatura, el fútbol es literatura misma. Cantares de gesta o de ingesta (si la afición es británica). La épica moderna escribe sus versos en ese balón que rueda por el césped...
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